Los primeros universitarios

Abad y Queipo de la Torre, Manuel

En Santa María de Villalpedre, provincia de Asturias, España, nació en 1751. Fue hijo ilegítimo de José Abad, conde de Toreno, y de la señora Josefa de la Torre.

Sus estudios de Derecho Civil y de Derecho Canónico los cursó en la Universidad de Salamanca. Fue ordenado sacerdote, y vino a América con el arzobispo Monroy de Guatemala, quien lo designó promotor fiscal de la Curia del Arzobispado.

En 1738 conoció al obispo fray Antonio de San Miguel, entonces titular del Obispado de Comayagua, quien al ser trasladado en 1784 a la Diócesis de Valladolid de la Nueva España, lo llevó consigo y le otorgó la sacristía mayor de la Villa de León y lo nombró juez de testamentarías, capellanías y obras pías.

Durante sus siguientes veinte años, en el Obispado de Valladolid-Michoacán, y hasta la muerte de fray Antonio de San Miguel en 1804:

[Fueron sus] ocupaciones, intercambios intelectuales, afanes apostólicos y préstamos de capitales, promoción de trabajos y obras materiales llevaron a los dos personajes a identificarse en la acción y en la formulación de principios operativos de proyección liberal y benéfica. Los pensamientos y las ideas de uno, De San Miguel, llegaron a ser presentadas y firmadas por el otro, Abad y Queipo: y los de éste en cierto momento pasaron como los de toda la Curia Diocesana y su obispo.1

De 1784 a 1787, en unión al obispo De San Miguel y al canónigo José Pérez Calama, afrontaron las crisis agrícolas conocidas como el “hambre gorda”, y elaboraron un proyecto creativo para afrontar la escasez de granos, al comprarlos y almacenarlos, para luego venderlos a precios accesibles en el momento preciso. Para ello utilizaron los fondos de las obras pías, lo que constituyó una expresión de la práctica de la “teología política caritativa”.

El 25 de octubre de 1795, el rey Carlos IV y sus ministros afectaron el fuero criminal del clero, al reducir su inmunidad personal. Ante lo cual Abad y Queipo, por encargo del obispo y del Cabildo Eclesiástico, escribió la “Representación sobre la inmunidad personal del clero, reducida por las leyes del nuevo código, en el cual se propuso al Rey el asunto de diferentes leyes, que establecidas, harían la base principal de un gobierno liberal para las Américas y para su metrópoli”.

En el citado documento no sólo pidió el respeto a la inmunidad de los clérigos, sino también formuló un sólido diagnóstico sobre el estado moral y político en que se encontraba la población del Virreinato novohispano en 1799. Propuso ocho leyes, entre las que destacaban la abolición general de tributos a los indios y a las castas; la abolición de infamia de derecho que afectaba a las castas; la división gratuita de todas las tierras realengas, entre indios y castas; la división gratuita de las tierras de las comunidades indígenas, entre los indios de cada pueblo, en propiedad y con dominio pleno; una ley agraria que confiriera a cada pueblo una equivalencia en propiedad en las tierras incultas de los grandes propietarios, por medio de locaciones de veinte y treinta años, en que no se adeudara la alcabala ni alguna otra pensión; y la libre permisión para fábricas de algodón y lana.

El 18 de junio de 1804 falleció fray Antonio de San Miguel, y en diciembre del mismo año el rey dispuso la venta forzosa de los bienes pertenecientes a las obras pías:

La medida se encaminó a que se recogieran y se consignaran a la Corona, en calidad de préstamo, no sólo los bienes raíces sino todo el capital circulante que, como se sabe, tenían en préstamo los labradores y mercaderes de parte de las arcas de las obras piadosas, se prometía en cambio, además de su devolución, un pago de tres por ciento de interés sobre la cantidad del préstamo forzoso.2

Esta medida era consecuencia de la economía de guerra, que venía aplicando el ministro de estado Manuel Godoy. Así se venían emitiendo los vales reales, o títulos de deuda pública, respaldados por los fondos piadosos de América y Filipinas, que en la práctica provocaban la descapitalización de los dominios de ultramar.

Abad y Queipo escribió de nuevo una “Representación a nombre de los labradores y comerciantes de Valladolid de Michoacán, en que se demuestra con claridad los gravísimos inconvenientes de que se ejecute en América la Real Cédula del 26 de diciembre de 1804, sobre enajenación de bienes raíces y cobro de capitales de capellanías y obras pías, para la consolidación de vales”.

Al comienzo de 1805, presentó solicitud ante la Real Universidad de Guadalajara para recibir los grados mayores. El 19 de marzo presentó acto de repetición; el 23 del mismo mes sustentó el acto de quodlibetos y el examen de noche triste, y fue aprobado nemine discrepante. Al día siguiente se le confirió el grado de licenciado en Cánones; y el 27 del citado marzo disputó la cuestión doctoral y recibió el grado de doctor. Fue su padrino el canónigo doctoral de la Catedral de Valladolid, doctor Manuel de la Bárcena.

Ya con los grados universitarios, se opuso a la canonjía penitenciaria de la Catedral de Valladolid, la cual ganó. Pero debido a la ilegitimidad de su nacimiento, viajó a España para obtener las dispensas del caso, y poder así ocupar el beneficio canonical.

En Madrid obtuvo las referidas dispensas, y a principios de 1807 solicitó inútilmente una audiencia con el ministro Manuel Godoy, para pedirle la abrogación de la real cédula de diciembre de 1804. Tan sólo lo recibió Manuel Sixtos Espinosa, quien le pidió sus argumentaciones por escrito, lo cual hizo en el “Escrito presentado a don Manuel Sixtos y Espinosa, del Consejo de Estado y director único del Príncipe de la paz [título de Godoy] en asuntos de Real Audiencia dirigido a fin de que se suspendiéndose en las Américas la Real Cédula del 26 de diciembre de 1804, sobre enajenación de bienes raíces y cobro de capitales píos para la consolidación de vales”. Era de esperarse que sus propuestas no fueran atendidas.

Enseguida viajó a la Francia bonapartista, y desde Cádiz escribió la “Proclama a los franceses, en que se les hacer ver la chocante contradicción entre sus doctrinas [liberales] y su conducta servil que sufre el despotismo feroz de Bonaparte y se describe el carácter de este monstruo”.

De regreso en la Nueva España, tomó posesión de la canonjía penitenciaria de la Catedral de Valladolid. El 16 de marzo de 1809 escribió al virrey Pedro Garibay, exponiéndole la necesidad de aumentar la fuerza militar, para mantener la tranquilidad y evitar una eventual invasión francesa.

En julio de 1809, el Cabildo Eclesiástico en sede vacante lo eligió gobernador de la Mitra y vicario capitular de la Diócesis. La Regencia en ausencia del rey lo presentó como obispo electo el 12 de mayo de 1810, y como tal actuó.

La posición de Abad y Queipo, “amigo íntimo” –según Castillo Ledón– del cura Miguel Hidalgo, al frente de un alto clero decididamente a favor de la independencia de la Nueva España, dio como consecuencia que “el 6 de septiembre de 1809, se comenzaron a reunir los canónigos del Cabildo de Valladolid. Ahí se inició el desarrollo de la parte intelectual de la gran obra de la Independencia. Podría decirse que Abad y Queipo fue el principal motor intelectual de esas reuniones [...]”.3

Sin embargo, ante la tumultuaria insurrección de Hidalgo y a pesar de sus convicciones liberales, el 24 de septiembre de 1810 publicó el edicto de excomunión contra el cura de Dolores y sus seguidores, al cual tituló Omne regnum in se divisum desolabitur.

La excomunión no arredró a Hidalgo, quien llegó a ser considerado el mejor teólogo de la Diócesis, y sabía perfectamente que “Queipo no podía excomulgar como [obispo] electo porque no lo era. La Regencia no gozó de las prerrogativas concedidas por Roma a los reyes de España. Así lo hizo saber, precisamente en ocasión del caso del [mismo nombramiento] de Queipo”.4

Abad y Queipo organizó en Valladolid la resistencia a los insurgentes, fundió varias piezas de artillería, incluso con el metal de la esquila mayor de la Catedral. Pero ante la aprehensión del intendente Merino, decidió huir a la Ciudad de México.

En cuanto las circunstancias militares se lo permitieron, regresó a Valladolid. El 15 de febrero de 1811 escribió una “Carta pastoral sobre las iniquidades y los crímenes cometidos por los insurgentes”.

Durante 1814 debatió acaloradamente con el doctor José María Cos sobre su autoridad episcopal, la cual éste consideraba inválida por derivar de la Regencia. Entonces Abad y Queipo lo declaró hereje. En ese mismo año, le escribió al virrey Félix María Calleja, proponiéndole una política integradora, generalizando la alternancia en los cargos públicos entre criollos y peninsulares, y la igualdad de derechos a criollos e indios con los peninsulares, pero ya eran “sugerencias muy tardías, superadas por los acontecimientos. Eran más concretas sus demandas de tropas para asegurar la pacificación y la conservación de las Américas”.5

Al frente del Obispado michoacano costeó la introducción de la vacuna antiviruela, promovió la modernización de la enseñanza y fomentó la agricultura y la ganadería.

A inicios de 1815 recibió la orden del rey Fernando VII de presentarse en España para comunicar del estado de la revolución. En la Corte, el rey quedó muy satisfecho de sus informes y lo nombró ministro de Gracia y Justicia, pero a los pocos días de su nombramiento fue destituido por la causa secreta que le seguía la Inquisición por sus ideas liberales, y por leer libros prohibidos. Fue detenido con violencia y se opuso con el argumento de que como obispo sólo reconocía la autoridad papal.

Estuvo durante dos meses en las cárceles inquisitoriales. Tras su liberación siguió residiendo en Madrid. Al triunfar los liberales en 1820, se le nombró miembro de la Junta Provisional para vigilar al rey, quien entonces lo nombró obispo de Lérida; sin embargo, “[…] aquel monarca con la conducta doble y falaz que siguió toda su vida, al mismo tiempo que daba obispados a Queipo y a otros liberales, encargaba secretamente al pontífice que no les expidiese las bulas”.6

Luego fue electo diputado por Asturias, pero su sordera le impidió participar en las Cortes.

En 1823, con el nuevo triunfo absolutista, se le procesó por haber integrado la Junta Provisional. Y en julio de 1825 se le sentenció a seis años de reclusión en el Convento franciscano de San Antonio de la Cabrera, situado en el camino de Madrid a Burgos, donde falleció el 25 de septiembre del citado 1825.

El aprecio que se tenía por sus escritos fue notorio, y en 1813 fueron publicados en un volumen; en 1837 José Luis Mora los reimprimió en París, y Lucas Alamán publicó su Testamento político de 1815 en el apéndice del tomo iv de su Historia de México.

Juicios y testimonios

Joaquín García Icazbalceta: “[Sus escritos] muestran bastante conocimiento del país en que vivía, abundan en importantes datos estadísticos, tan difíciles de adquirir en aquella época; manifiestan el claro entendimiento del autor y sus buenos deseos y agradan por su estilo fácil y correcto. A la par de eso, nos hacer ver que el autor estaba íntimamente convencido de lo que asentaba y de la eficacia de los medios que proponía, mezclado todo con ciertas dosis de amor propio y confianza en la exactitud de su modo de ver las cosas. Si hubiese alcanzado en edad más temprana la época turbulenta de 1820 a 23, hubiera figurado entre los primeros de su propia patria; sus muchos años sólo le permitieron tomar la parte necesaria para ser víctima de la reacción; pero tal como fue, permanece siempre ocupando un lugar distinguido en la historia de nuestro país”.


Jacques Lafaye: “Era bastante clarividente en lo que concierne a los males de la Nueva España y menos lúcido en cuanto a los remedios que todavía podían aplicarse”.


Heriberto Moreno García: “Tal vez por su carácter clerical y por recordársele más como el excomulgador de los insurgentes que como el heraldo del liberalismo mexicano, los autores de obras de historia y los actores de la política nacionalista, poco a poco lo fueron relegando al avanzar el siglo xix. Todavía en la actualidad, más de algún prestigiado historiador vuelve a ver en él más sus defectos personales que sus aportaciones ideológicas al liberalismo mexicano […] Por lo menos durante el siglo xix, el liberalismo mexicano recibió luz e inspiración [de él] para argumentar en contra de cualquier manifestación de la propiedad comunal […] y concurrieron –junto con Jovellanos– a hacer de la pequeña y mediana propiedad y de la libertad y racionalidad en la gestión de la empresa agrícola, la mancuerna de ideales políticos, cívicos y económicos más decantados por todo demócrata mexicano”.


Referencias
  1. Heriberto Moreno García, En favor del campo. Gaspar de Jovellanos, Manuel Abad y Queipo, Antonio de San Miguel y otros, México, sep, 1986, p. 25. ↩︎

  2. Ibid., pp. 26-27. ↩︎

  3. Luis Medina Ascensio, “La Iglesia ante la Emancipación en la Nueva España”, Historia general de la Iglesia en América Latina, México, Paulinas, 1984, tomo v, p. 176. ↩︎

  4. Mariano Cuevas, Historia de la Nación Mexicana, México, Porrúa, 1986, p. 406. ↩︎

  5. Lafaye, op. cit., p. 185. ↩︎

  6. Joaquín García Icazbalceta, Opúsculos y biografías, México, unam, 1973, p. 195. ↩︎