Guadalajara de Indias

Ciudad itinerante

El viernes 5 de enero de 1532 el capitán Juan de Oñate, por órdenes de Nuño de Guzmán, fundó la villa de Guadalajara en Nochistlán, en la región cazcana, dándole este nombre en honor de la patria del conquistador. El vocablo árabe wad-al-hidjara significa “río que corre entre piedras”.

En mayo de 1533, Nuño de Guzmán visitó la villa de Guadalajara y consideró las difíciles condiciones de vida de los colonos, en particular el complicado abastecimiento de agua, por lo que comisionó a Miguel de Ibarra, a Alvar Pérez y a Santiago de Aguirre para que exploraran un sitio más adecuado para la villa, pero siempre dentro de la región cazcana, condicionando el cambio a que no fueran a cruzar la barranca hacia el sur.

Los comisionados sugirieron el poblado de Tlacotlán, lo cual aprobó el conquistador. Pero los colonos hicieron caso omiso de la condición, y hacia agosto de 1533 atravesaron la barranca y se establecieron en el valle de Tonalá.

Al enterarse Nuño de Guzmán que había perdido la gubernatura del Pánuco, y con el fin de aspirar a la exclusiva apropiación de los productos de Tonalá, ordenó en febrero de 1536 que, de acuerdo con lo convenido, Guadalajara se trasladara a Tlacotlán, casi al borde de la barranca, como en efecto aconteció. Mientras él, a finales del citado 1536, partió a la Ciudad de México donde fue encarcelado y más tarde se le condujo a España, donde enfrentó el juicio de residencia, y murió en la miseria en 1550.

La villa de Guadalajara, mediante dos cédulas reales del emperador Carlos I, fue elevada al rango de ciudad y se le concedió su escudo de armas. Las cédulas se expidieron el 8 de noviembre de 1539 y llegaron a su destino en agosto de 1542.

La novel ciudad, empero, sufría la rebelión de los cazcanes acaudillados por Tenamaztle quienes, aliados a los tecuejes y los zacatecos, pusieron en peligro toda la conquista hispánica y obligaron al gobernador de la Nueva Galicia, Cristóbal de Oñate, a pedir ayuda a mediados de 1540 al virrey Antonio de Mendoza, quien le envió refuerzos y ordenó a Pedro de Alvarado que acudiese a auxiliar a la región. Pero éste, subestimando la magnitud de la rebelión, fue derrotado y herido accidentalmente en la huida, y falleció el 4 de julio de 1541.

Ante el enérgico ataque indígena, que tuvo lugar el 28 de septiembre de 1541 –víspera de la fiesta de san Miguel Arcángel–, Guadalajara estuvo a punto de desaparecer, al grado de que los españoles atribuyeron su salvación al auxilio celestial del apóstol Santiago Matamoros y de san Miguel, a quien nombraron patrono de la ciudad.

Dos días después, Cristóbal de Oñate convocó a sesión al Cabildo de la ciudad, para discutir el traslado al valle de Atemajac, lo cual se aprobó, no sin grandes temores por las supuestas represalias que pudiera ejercer Nuño de Guzmán. Fray Antonio Tello lo narró así:

[…] Y estando en esto, entró donde estaban en Cabildo Beatriz Hernández, mujer de Juan Sánchez de Olea y dixo: ‘¿No acabarán los señores de determinar a do se ha de hacer esta mudanza? Porque si no, yo quiero y vengo a determinarlo, y que no sea con más brevedad de lo que lo han estado pensando: miren quales están con demandas y respuestas, sin concluyr cossa ninguna.

Pidió licencia y dixo [que] quería dar su voto y que, aunque mujer, podría ser [que] acertasse. Entonces el gobernador le hizo lugar y dio asiento, y estando oyendo a todos y que no se conformaban ni determinaban, pidió licencia para hablar, y habíédossela dado dixo: ‘Señores el Rey es mi gallo, y yo soy de parecer que nos passemos al Valle de Atemajac, y si otra cossa se hace, será de servicio de Dios y del Rey, y lo demás es mostrar cobardía […]1

Así, Guadalajara se estableció en el valle de Atemajac en febrero de 1542. En tanto el virrey Antonio de Mendoza, alarmado por la inconcebible muerte de Pedro de Alvarado, al frente de un ejército que sobrepasaba los cincuenta mil indios –nahuas y purépechas– y algunos centenares de españoles,2 se trasladó a la Nueva Galicia para emprender una demoledora campaña contra los indios insurrectos, que culminó con el sitio y la toma del peñol del Miztón, el 16 de diciembre de 1541.

La versión tradicional de los acontecimientos atribuyó a fray Antonio de Segovia la salvación del exterminio de los indígenas alzados, al argumentarle al virrey De Mendoza que era hora de cambiar los argumentos de las armas por los de la misericordia y la justicia. Y presentándose ante los rebeldes, les dejó como prenda de que sus vidas serían respetadas la imagen de la futura Virgen de Zapopan.

Pero no perdamos la perspectiva de que estos acontecimientos fueron

la prolongación “natural” e irremediable del fenómeno de la Conquista, es decir, de varias batallas más –por verlo en términos militares– de eso que fue más que una guerra y que trascendió líderes, capitanes, hombres, fronteras y generaciones. La prueba es que el acontecimiento de El Mixtón presenta, en general, los mismos rasgos destructores de la Conquista: batallas, enfrentamientos, quemazones de poblados, desórdenes y descontrol militar, hambres, ausencia de instituciones válidas para todos […] inestabilidad regional, muertes brutales y una multitud de soldados aglutinada en torno a un capitán general –el virrey Antonio de Mendoza, para este caso– compuesta por europeos e indígenas procedentes de los alrededores de México cuyo sólo número habría sido suficiente para aplastar a cualquier ejército de América que hubiera enfrente.3

Finalmente Guadalajara dejó de ser una ciudad itinerante; el gobernador del Reino de la Nueva Galicia, Cristóbal de Oñate, nombró a Miguel de Ibarra como su primer alcalde mayor, asentándose en el valle de Atemajac con sesenta y tres habitantes, de los cuales seis eran extremeños, dieciséis castellanos, once vizcaínos, trece andaluces, nueve montañeses y ocho portugueses.


Referencias
  1. Antonio Tello, Crónica miscelánea de la Sancta Provincia de Xalisco, libro segundo, volumen ii, Guadalajara, Unidad Editorial del Gobierno del Estado de Jalisco, Universidad de Guadalajara, 1973, pp. 238-239. ↩︎

  2. Miguel León-Portilla, La flecha en el blanco. Francisco Tenamaztle y Bartolomé De las Casas en lucha por los derechos de los indígenas 1541-1556, México, Diana, 1995, p. 81. ↩︎

  3. Regalado, op. cit., pp. 106-107. ↩︎