Los universitarios entre el Instituto y la Universidad

De Barros y Fernández, Felipe Neri

Nació en la ciudad de Aguascalientes –entonces parte integrante del estado de Zacatecas, como partido político– el 26 de mayo de 1823. Fueron sus padres los señores Asunción Fernández y José María de Barros.

En su ciudad natal cursó su instrucción elemental, enseguida se trasladó a Guadalajara, donde ingresó al Seminario Conciliar de San José, ahí estudió Latín y el Curso de Artes en Filosofía, el cual concluyó en 1838, bajo la conducción del catedrático Luis G. Medina. Fue muy brillante en sus estudios, obtuvo en su generación el primer lugar, por lo que se le dio el título de regente.

En la ciudad de Querétaro inició sus estudios en Derecho, pero en 1842 se avecindó en Puebla de los Ángeles, con el fin de colaborar con su padre en el sostenimiento de la familia, por lo que trabajó como comerciante. En 1844 concluyó su carrera en Derecho en la capital de la república y en diciembre de 1845 obtuvo su título de abogado en Querétaro.

Tras ejercer su profesión en varios lugares del país, decidió finalmente regresar al Seminario de Guadalajara para estudiar Teología; el 11 de febrero de 1849 el obispo Diego Aranda y Carpinteiro le confirió la ordenación sacerdotal.

El mismo obispo Aranda lo nombró capellán y familiar, y más tarde promotor fiscal de la curia diocesana y catedrático de Derecho Civil en el Seminario Conciliar.

El 4 de enero de 1850, en la Universidad de Guadalajara recibió el grado de licenciado en Cánones y el 2 de diciembre inmediato obtuvo la borla doctoral. En diciembre del mismo año renunció a sus responsabilidades en el Obispado de Guadalajara y se estableció en la Ciudad de México, donde el 7 de febrero de 1851 ingresó a la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, en el que fue doctrinero, prefecto del Oratorio, procurador y diputado del mismo.

En el gobierno del Arzobispado de México ejerció los siguientes cargos: examinador sinodal de la curia, defensor del vínculo matrimonial, promotor fiscal y cura de las parroquias de San Sebastián, de la Santa Veracruz y de El Sagrario Metropolitano.

En la administración pública nacional fue rector del Colegio de Minería, consejero de gobierno y catedrático de Derecho Canónico, en el Colegio de San Ildefonso.

En 1864 presentó examen por oposición para ocupar la canonjía penitenciaria de la Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe, pero no la obtuvo. Y no fue sino hasta el 13 de septiembre de 1867 cuando ingresó al Cabildo Colegial como prebendado, para finalmente el 7 de noviembre de 1872 ascender a canónigo.

Se distinguió como gran orador de temas religiosos, el señor Andrade –citado por Juan B. Iguíniz– aludiendo a las memorias del biografiado, señala que predicó 3,607 sermones,1 de los cuales se publicó: Sermón predicado el 19 de diciembre de 1852, en la solemne función que el Muy ilustre Colegio de Abogados hace anualmente a su Patrona María de Guadalupe en la Iglesia de San Francisco de México. Se imprime a instancias de la misma Ilustres Corporación México, Imprenta de la Voz de la Religión, de Francisco Pomar y Compañía.

Fue miembro del Colegio Nacional de Abogados, socio residente de la Compañía Lancasteriana, socio honorario de la Sociedad Nacional de Geografía y Estadística y oficial de la Nacional Orden de Guadalupe.

Falleció el 17 de agosto de 1891 en la Ciudad de México.

Juicios y testimonios

Señor Andrade –citado por Juan Bautista Iguíniz: “En todas [las virtudes] sobresalía; pero puede muy bien decirse que sus favoritas eran: una profunda humildad, una paciencia inalterable, una igualdad de carácter, una pureza angélica, un celo ardiente por la salvación de las almas, una afabilidad suma; pero más que todo esto, un acendrado amor a la Inmaculada Madre de Dios. El Sr. Dr. Barros, jamás solicitó ningún honor; si los aceptó, fue siempre por obediencia, y mucho se cuidó de hacer ostentación ni infatuarse por ellos. Tranquilo oía las afrentas e injurias, sin conservar memoria jamás de la ofensa. Todos los que vivieron más íntimamente con él, me atestiguan que no le conocieron nunca un ímpetu de ira, que la sonrisa asomaba constantemente en sus labios, en sus enfermedades y en sus penas, y que tenía el exquisito don de aplicar divertidas anécdotas para endulzar unas y otras”.


Referencias
  1. Juan Bautista Iguíniz, Catálogo biobibliográfico de los licenciados, doctores y maestros de la antigua Universidad de Guadalajara, México. UNAM, 1963, p. 86. ↩︎