Los primeros universitarios
Herrera y Ayón, Anacleto
Nació en Guadalajara, capital del Reino de la Nueva Galicia, el 13 de julio de 1782. Fueron sus padres los señores María Rita Antonia Ayón y Zúñiga y el hacendado Ignacio Herrera y Aguiar.
Acerca de sus estudios preparatorios, debió cursarlos como era lo habitual en el Seminario Conciliar de Guadalajara, pero ni Agustín Rivera1 ni Daniel Loweree2 mencionan en sus libros su nombre.
Con el Curso de Artes concluido, recibió el grado de bachiller y hacia 1800 ingresó a la Facultad de Medicina de la Real Universidad de Guadalajara. Al concluir los cuatro cursos en dos cátedras, sólo le faltaba sustentar un acto mayor para optar por el grado de bachiller en Medicina. Por lo que el 23 de mayo de 1805, en unión a Valentín Gómez Farías y Pedro Ramírez, solicitó licencia para sustentarlo al rector y al Claustro de la Universidad.
Pero el catedrático de Cirugía, José Ignacio Brizuela –quien sería sinodal en el examen de grado–, “[…] desconoció a los solicitantes, acusándoles de tener otra religión, de revoltosos y otras cosas por el estilo, por lo que solicitó al rector que no se les permitiera sustentar el examen”.3
Entonces Herrera, al igual que sus otros dos compañeros, convencieron al rector Manuel Esteban Gutiérrez de Hermosillo de que el doctor Brizuela, por sus convicciones religiosas, no sería imparcial al calificarlo en el examen de grado. El rector accedió, y en vez del mencionado catedrático de Cirugía se nombró sinodal al doctor Pedro Támes y Bernal.
Finalmente, el 2 de agosto de 18054 sustentó el examen y tras ser aprobado nemine discrepante, recibió el grado de bachiller en Medicina.
Luego se trasladó a la Ciudad de México, donde hizo sus prácticas profesionales y finalmente presentó exámenes para ser habilitado para el ejercicio de la medicina por el Real Tribunal del Protomedicato del Virreinato novohispano.
Por esos años, en los dominios españoles de ultramar se vivía en plena efervescencia política por la invasión francesa a la metrópoli, con la consecuente abdicación del rey Carlos IV y la ascensión al trono de su hijo Fernando VII, quien fue hecho prisionero por Napoleón y, en tanto recuperaba su libertad, se organizó la Junta de Sevilla, la cual fue reconocida por las autoridades y corporaciones de Guadalajara.
Hacia 1808 Anacleto regresó a su ciudad natal, donde ejerció su profesión en el Real Hospital de San Miguel de Belén.
La noche del 31 de marzo de 1809, el doctor Herrera, aparentemente ebrio, irrumpió en la habitación donde cenaba el cirujano mayor del Hospital de Belén, Pablo Soto, en compañía del practicante Lorenzo Sánchez, y expresó:
–Que Fernando VII se había entregado a los franceses él mismo, porque cuando se despidió de la Virgen, ya sabía que no había de volver y por eso le dejó encargada la corona.
–Que [el rey] obedecía a la Junta [de Sevilla].
Entonces don Anacleto le arguyó:
–Qué esta andaba huyendo y que Fernando VII se había dejado coger prisionero… que los gachupines eran un hato de ladrones, que nada más nos daban el pan, para que les entregaran la plata.
En ese momento de la conversación se acercó uno de los padres que desempeñaban el ministerio de capellanes en el Hospital, fray José Quiroga, atraído al percibir que hablaban a esas horas, […] en una noche que era del Viernes Santo. Al pasar lo llamó Pablo Soto, inquiriendo noticias de España, para iniciar conversación díjole:
–Mire Vm. Padre qué noticias nos trae don Anacleto […] le preguntó además directamente qué sabía de España y respondió el fraile,
–Que lo que sabía, era que habían entregado a Madrid por traición de Morla.
A continuación uno de sus interlocutores, le interrogó si España está perdida y repuso incomodado:
–Que no fueran tontos, que no era lo mismo perderse la Corte que el Reino.
Siguió altercando con [Herrera], afirmándole éste, como sucedió absolutamente verídico tal cosa:
–Y que si no creía ser cierta esta pérdida, ya lo vería él… dentro de poco… doscientos hombres armados en esta ciudad.
Oyendo lo anterior se incomodó mucho el sacerdote, y le manifestó que doscientos hombres eran cosa baladí. El facultativo avanzó más y el franciscano escuchó que don Anacleto “profirió varias expresiones tales, como que se trataba de la independencia de España y que matarían a los europeos”.
Que ahí fue donde no pudo sufrir –el sacerdote–, prorrumpiendo en las expresiones que dicta la fidelidad, la Religión y la humanidad; diciendo que qué culpa tenían los europeos y qué mérito habría para segregarse de la Europa y de la obediencia de Nuestro Soberano.
[Ante] las duras frases del médico; fray José Quiroga no supo si don Anacleto al proferirlas “sería de parto propio o porque los hubiese oído”. Cuando en el altercado dijo el Dr. Herrera a Fr. Quiroga, manifestando oposición a los europeos,
—Que los caudales, la industria y los empleos caerían en manos de los naturales y renacería este país.
Replicó el padre:
—Que se dejara de esas producciones y de esos pensamientos, que más bien tenían presagios de libertinaje, que otra cosa; porque las industrias estaban realizadas por los mismos europeos y el ser que tenemos proviene de los mismos.
Agregó el médico que tomaría la espada, sin decir si contra los franceses o contra los españoles y se “tendría por muy feliz derramando la última sangre en la defensa de su país” […] “Que vendría Napoleón que conquistaría a Veracruz y con la gente de allí a México, con la de México a Querétaro y con la de Querétaro a Guadalajara y que él se iría a una hacienda de su papá”.
En el debate llegó a expresar el Dr. Herrera que las mismas ideas que él tenía, las tenían el Señor Presidente [de la Audiencia], el Señor Oidor don Juan Hernández de Alba y don Vicente Partearroyo.5
Por supuesto que la discusión traspasó los muros hospitalarios de Belén, y Vicente Partearroyo –a quien se había implicado– fue a ver inmediatamente a Ignacio Herrera –padre de Anacleto–, para decirle que su hijo se la pasaba borracho y diciendo sandeces; comprobados los dichos de Partearroyo, don Ignacio le propinó una fuerte paliza a su hijo.
El 7 de abril de 1809, Anacleto, acusado de sedición, fue llevado a la Real Cárcel de la ciudad y compareció ante la comisión inquisitorial, declarando que “estaba preso por haber hablado contra el Rey y la Nación. Agregando que el Viernes Santo bebió siete cuartillos de mistela de ajenjo y por eso se expresó como lo hizo, sin saber lo que decía”.6
El juicio se prolongó por dos meses, y el 10 de junio el juez le dictó sentencia, considerando que, aunque alcoholizado, no estaba al grado de no saber lo que decía, sentenciándolo a cinco años de destierro a Sayula, bajo la vigilancia del subdelegado del lugar Pedro Jarero, a quien se le ordenaba que si el sentenciado se volvía a embriagar, le retirara la licencia para ejercer la medicina.
Ya en Sayula, en los últimos días de octubre de 1810, ante la inminente llegada de los insurgentes, a fin de no sujetárseles, Herrera huyó y se escondió. Al restablecerse el orden virreinal, en abril de 1811 solicitó al regente de la Audiencia Juan José Souza que le diera permiso para regresar a Guadalajara, quien pidió informes al subdelegado Jarero, el cual le escribió: “Que la conducta que observó el Dr. Anacleto Herrera, el tiempo que residió en Sayula, fue de hombre honrado, pacífico, sin nota de algún vicio, con particular aplicación a su ministerio, por lo que logró bastante estimación en aquel pueblo”.7
Así, se le concedió el permiso de regresar a su ciudad natal donde acabaría de cumplir su condena, ahora simplemente arraigado. Ya no se tiene mayor información sobre su paradero ni de sus últimos días.
Juicios y testimonios
Jaime Horta y Gabriela Guadalupe Ruiz Briseño: “Son innegables las ideas independentistas de Herrera; su resistencia y sentido crítico hacia el orden establecido en la época, incluso según algunos testimonios un rechazo hacia los peninsulares, sentimientos contrarios al orden establecido. Incluso, considerando la época, su gusto por beber, era una práctica también fuera de lugar, primero por el cargo que desempeñaba y segundo, porque para estas fechas se estaba conmemorando la semana mayor, ritual litúrgico que exigía a los creyentes, recato, temperancia y moderación”.
Referencias
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Rivera y Sanromán, Los hijos de Jalisco. ↩︎
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Loweree, op. cit. ↩︎
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Jaime Horta Rojas y Gabriela Guadalupe Ruiz Briseño, “Anacleto Herrera, un galeno sedicioso de la tranquilidad pública”, Actores, escenarios y práctica social de la Independencia de México. Testimonios desde Jalisco, Hugo Torres Salazar (coord.), Guadalajara, Amate, 2010, p. 119. ↩︎
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Ibid., p. 102. ↩︎
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Rubén Villaseñor Bordes, “Renglones sobre la Independencia de la Nueva Galicia”, Estudios Históricos, Guadalajara, núm. 38, III época, diciembre de 1986, pp. 207-209. ↩︎
-
Ibid., p. 210. ↩︎
-
Ibid., p. 211. ↩︎