Los universitarios sin universidad

Salado Álvarez, Victoriano

Nació en Teocaltiche, Jalisco, el 30 de septiembre de 1867. Fueron sus padres los señores Epifanio Salado y Elena Álvarez. Sobre el origen de su familia escribió: “Mi familia es una de las más antiguas –no de las más nobles, que ese es otro cantar– de todo México. El primero de mi apellido que vino a la Nueva España fue Juan Salado, que fue escribano de la Audiencia de Guadalajara en el gobierno del doctor don Santiago de Vera [...]”. 1

Desde niño se aficionó a la lectura, combinaba las lecturas de tema religioso con las novelas de caballería y autores como Voltaire y Rousseau. Durante cuatro años cursó su instrucción primaria en el Colegio parroquial de su pueblo natal.

En 1881 se trasladó a Guadalajara, y se matriculó en el Liceo de Varones del Estado de Jalisco. Sobre esos días escribió:

Sólo hubo en mi tiempo unos cuantos profesores que merecieron ese nombre en el Liceo: don Luciano Blanco, cuyas cátedras eran conferencias doctísimas, don Luis Pérez Verdía, que a pesar de su jacobinismo sabía bien la historia que enseñaba, y don Manuel Puga y Acal, que aunque asistía poco a la clase conocía admirablemente la lengua y la literatura francesa. A los demás se les daba la cátedra ‘para acabalar’ su mensualidad.2

A punto estuvo de decidirse por el estudio de medicina, llegó incluso a comprar los libros de dicha carrera. Sin embargo, finalmente optó por ingresar a la Escuela de Jurisprudencia de Guadalajara. Su padre lo amonestó por su indecisión, diciéndole: “Pues que ésta sea la última; no te me vayas a escapar a orar y resultes más tarde cura o agrimensor”.[^131]

Durante el transcurso de sus estudios profesionales fue paleógrafo y colaborador de la revista La República Literaria, y también colaboró como corresponsal en Guadalajara del periódico capitalino El Imparcial.

En 1890 recibió su título de abogado y se desempeñó en los primeros años de su vida profesional como juez, pero sobre todo ejerció el periodismo. Sus colaboraciones se publicaron en El Mercurio Occidental, en El Debate y en El Diario de Jalisco. Y además dirigió y fundó con Manuel M. González El Correo de Jalisco.

En 1893 fue nombrado profesor de Historia de México en el Liceo de Varones y se le eligió diputado local. En 1897 ocupó la cátedra de Historia Universal y nuevamente fue electo diputado; en 1899 publicó su primer libro que tituló De mi cosecha.

En 1900 fue nombrado representante de la Academia de Jurisprudencia para los concursos científicos, y escribió el ensayo “Trascendencia sociológica del problema de la enseñanza secundaria en México y datos para resolverlo”, y en 1901 publicó De autos.

Para 1901 se había establecido en la Ciudad de México, por invitación del director de El Imparcial, y obtuvo la cátedra de Lengua Castellana en la Escuela Nacional Preparatoria.

En 1902 publicó el primer tomo de lo que más tarde denominaría Episodios Nacionales, que tituló “De Santa Anna a la Reforma”. La monumental obra publicada en ediciones sucesivas, lleva los siguientes títulos: “Episodios Nacionales. Santa Anna, La Reforma, La Intervención, El Imperio”: “Su Alteza Serenísima”, “Memorias de un Polizonte”; “Episodios Nacionales […]”: “El golpe de Estado”, “Los Mártires de Tacubaya”; “Episodios Nacionales […]”: “La Reforma”, “El plan de pacificación”; y “Episodios Nacionales”: “Las ranas pidiendo rey” y “Puebla”.

En 1902 fue electo diputado federal y más tarde senador de la república. En 1905 el gobernador del estado de Chihuahua, Enrique C. Creel, lo nombró secretario de gobierno de dicho estado. En 1906 fue designado secretario de la embajada de México en Estados Unidos. En 1908 publicó Breve noticia de algunos manuscritos de interés histórico para México que se encuentran en los archivos y bibliotecas de Washington, D. C., y ese mismo año fue encargado de negocios de la referida embajada. En 1911 fue ministro plenipotenciario de México ante la República de Guatemala.

Al regresar a México, en las postrimerías del porfirismo, ocupó la Subsecretaría de Relaciones Exteriores, encargado del despacho por ausencia de su titular Federico Gamboa, y en 1911 fue secretario de Relaciones Exteriores. De 1912 a 1914 fue ministro plenipotenciario de México ante las Repúblicas de Brasil y de Argentina, donde ya en 1910 había estado como presidente de la delegación mexicana a la iv Conferencia Interamericana, celebrada en Buenos Aires.

Al oponerse al movimiento revolucionario, salió exilado y se trasladó a Barcelona, enseguida vivió en Los Ángeles, California. Se dedicó al periodismo y colaboró en La Opinión y La Prensa de Los Ángeles y de San Antonio, Texas, respectivamente. También enviaba sus artículos al Excélsior y El Universal de la Ciudad de México, a El Informador de Guadalajara y a El Diario de Yucatán de Mérida.

En 1926 regresó a su país, pero al año siguiente el presidente Plutarco Elías Calles lo expulsó, y regresó hasta 1929.

Otras de sus obras fueron: La vida azarosa y romántica de don Carlos María de Bustamante (1933); La novela del primer ministro de México en los Estados Unidos (1933); y Memorias. Tiempo viejo-tiempo nuevo (edición póstuma de 1946). Su hija Ana Salado añadió otros relatos a De autos para publicar en 1953 los Cuentos y narraciones; y su nieta Ana Elena Rabasa publicó las compilaciones Rocalla de la historia (1957), Cómo perdimos California y ganamos Tehuantepec, De cómo escapó México de ser yankee, Poinsett y algunos de sus discípulos (1968) y El agrarismo, ruina de México (1969).

Perteneció a la Academia Mexicana de la Lengua correspondiente de la Real Española, de la que fue secretario perpetuo, y a la que ingresó con el trabajo “México peregrino. Mexicanismos supervivientes en el inglés de Norteamérica”; también fue miembro de la Academia de la Historia de Madrid, de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y de la Sociedad Antonio Alzate.

Falleció en la Ciudad de México el 13 de octubre de 1931. Una calle de Guadalajara lleva su nombre.

Juicios y testimonios

Artemio de Valle-Arizpe: “¡El estilo de Salado Álvarez! Fácil, suelto, flexible. Con la pluma fue diestro y primoroso; pulía y hermoseaba con adornos que dicen colores retóricos. Era de los intelectuales más limpios, coherentes y lógicos que ha habido en nuestra tierra. Comprensor de todo y sereno atisbador de lo más raro y curioso. Alto maestro no sólo en el bien decir, sino que, al igual que don Joaquín García Icazbalceta, fue maestro de toda erudición mexicana, según afirmó de este sabio don Marcelino Menéndez y Pelayo, muy justamente. Polígrafo raro y ejemplar que de todo escribía con gran conocimiento, con sensatez y cordura”.


José Emilio Pacheco: “Salado Álvarez polemizó con los modernistas para afirmar la tradición hispanizante y negar las innovaciones basadas en las letras francesas. Sin embargo los ‘Episodios Nacionales’ –que son desde el título un homenaje franco a su maestro Benito Pérez Galdós– muestran su técnica literaria una riqueza y una modernidad que será difícil hallar en otros novelistas hispanoamericanos de comienzo de siglo [...] En primer término inventa lo que faltaba a la novela mexicana: una prosa narrativa ligera y precisa que deje fluir incontenible el relato”.


Referencias
  1. Victoriano Salado Álvarez, Memorias. Tiempo viejo–tiempo nuevo, México, Ed. Porrúa, 1985, p. 17. ↩︎

  2. Ibid., p. 60.
    [^131]:Ibid., p. 128. ↩︎