Hacia el primer milenio de las universidades

Un largo transitar

Tras delimitar el concepto universidad, se verán ahora sus raíces históricas, abordando el problema de su origen, ante el cual Rolando Tamayo plantea dos tesis.

La primera, denominada traslatio studii, vincula el origen de las universitas a las escuelas griegas, romanas y bizantinas; ésta se homologaba a la de la traslatio imperi que sostenía que el merum imperium “se había transferido de Roma a Constantinopla; de los emperadores bizantinos a los emperadores francos; [y] de éstos, a los emperadores germánicos”. 1


La segunda tesis postula:

La universidad [es una] creación genuina de la sociedad y cultura de Occidente, [que] inicia en el medioevo una de las aventuras intelectuales más fascinantes [...] La universidad no se remonta ni a la tradición clásica ni a la oriental. No es posible establecer ninguna relación de filiación entre las universitas medievales y las escuelas griegas, romanas y bizantinas ni, mucho menos entre aquella y las escuelas árabes. Estas instituciones jamás adoptaron la estructura corporativa característica de la universidad europea. 2

Si bien es cierto que en ninguna escuela de la antigüedad clásica grecolatina se presentaba el sistema corporativo de las universitas medievales, también hay que considerar que éstas sustentaron su origen y su desarrollo en la transmisión, conservación y transformación del patrimonio cultural universal grecolatino, cristiano y árabe, como enseguida se expone.

Podríamos atisbar así las primeras huellas del quehacer universitario en los incontables pasos por las calles, ágoras y palestras de Atenas del magisterio itinerante de Sócrates, dirigido esencialmente a las conciencias de los jóvenes a los que con elocuencia les expresó: “Habla joven para que te conozca”. Y tras su aleccionadora y sublime muerte continuó su magisterio su discípulo Platón, quien escribió los Diálogos, discurrió sobre el mundo de las ideas y fundó la Academia. De donde a su vez egresó su gran discípulo Aristóteles, detractor del idealismo y maestro de Alejandro Magno y de los peripatéticos en el Liceo.

El devenir histórico prolongó el magisterio clásico griego por medio de sus discípulos, en los recintos académicos y liceístas y a lo largo de los siglos. Y a la par de los epicúreos, los estoicos y los cínicos, se dio un nuevo magisterio peripatético, más teológico que filosófico, el de Jesucristo con su divisa fundamental Veritas liberavit vos, ya en plena dominación romana.

Fue así como emergió el encuentro filosófico-teológico de las culturas judía, griega y romana, precisamente en el cristianismo, lo cual histórica y simbólicamente se concretó en la comparecencia de un judío converso al cristianismo y a la vez ciudadano romano, Pablo de Tarso, quien en el Areópago ateniense habló a los filósofos estoicos y epicúreos del Dios desconocido, y citó precisamente a un poeta griego porque “somos de la raza del mismo Dios”.3 Y así Werner Jaeger afirmó que

el gran guía del cristianismo, helenista y antiguo judío él mismo, se encamina hacia la meta final del cristianismo: el mundo griego clásico [...] Ese fue el momento decisivo en el encuentro de griegos y cristianos. El futuro del cristianismo como religión mundial dependía de él.4

El citado Jaeger sostiene su aseveración presentando el caso de

un escritor cristiano posterior [...] hace decir al apóstol Felipe: “He venido a Atenas a fin de revelaros la Paideia de Cristo” [...] Al llamar Paideia de Cristo al cristianismo [el escritor] destaca la intención del apóstol de hacer aparecer el cristianismo como una continuación de la paideia griega clásica, lo que haría que su aceptación fuese lógica para quienes poseían la antigua. A la vez, implica que la paideia clásica está siendo superada, pues Cristo es el centro de una cultura nueva. Así, la paideia antigua se convierte en su instrumento.5

Pero aún el cristianismo habría de recorrer un largo y sinuoso sendero para conquistar su libre ejercicio. En tanto, los príncipes y emperadores romanos organizaban la enseñanza superior e impulsaban muy especialmente el cultivo de la jurisprudencia, con el fin de administrar la urbe y el orbe.

El emperador Adriano –gobernó el imperio romano del 117 al 138 d. C.– fundó un centro de instrucción superior para la juventud, al cual denominó el Ateneo, lo que considera Francisco Larroyo6 como el primer paso hacia la organización de las universitas litterarum –universidades del saber–, las cuales existieron en Atenas, Roma y Constantinopla.

En el 313, el emperador Constantino el Grande decretó por el Edicto de Milán el libre ejercicio del cristianismo. Y en 354 nació en Tagaste, Numidia, san Agustín, futuro obispo de Hipona, quien en su obra filosófico-teológica logró definitivamente la asimilación del cristianismo y el helenismo, y muy particularmente “destaca, en innumerables pasajes de su vasta obra, el magisterio de Sócrates sobre Platón, cuya doctrina tuvo siempre el santo como la más próxima de la doctrina cristiana”.7

Así despegó la supremacía intelectual e ideológica de la Iglesia en Occidente, que culminó más tarde incluso con el control político, y que se prolongaría por un milenio.

El saber y la cultura se conservaron y se transmitieron en las catedrales y en los monasterios, y en estas acciones destacó muy particularmente la Orden de san Benito, al continuar el “antiguo humanismo cristiano, influencia de la que los estudios clásicos y el humanismo modernos se han librado sólo muy recientemente. Pero sin él ¡qué poco habría sobrevivido de la literatura y la cultura clásicas!”.8

A este periodo se le conoce como interludio, durante el cual “transcurre largo tiempo –algo así como seis siglos– desde los remotos días en que la última de las academias de la antigüedad cierra sus puertas hasta los agitados días en que ven la luz las universidades”.9

Durante el siglo xii se presenció en Occidente un gran renacimiento intelectual que originó el nacimiento de las universidades, señalándose como causas las Cruzadas, la demanda de profesionistas y la búsqueda de nuevos conocimientos.

  1. Las Cruzadas provocaron un gran intercambio cultural con Bizancio y las culturas musulmanas, recuperándose así gran parte del patrimonio cultural clásico. Esta recuperación se concretó sólo a través de la gran labor de los copistas y de los traductores y “debían multiplicarse manuscritos y bibliotecas, sin los cuales las universidades no hubiesen existido”.10
    Si bien Venecia y Sicilia fueron los importantes centros de traducción y de copiado de los textos clásicos –dada su ubicación geográfica estratégica–, le correspondió a España ser la receptora principal del patrimonio cultural clásico, dado que se encontraba invadida por la cultura musulmana, la cual era importante portadora de dicho patrimonio. Es tal la importancia de la península ibérica en esta gran empresa cultural, que Alberto Jiménez sostiene que

    los árabes son los que han revelado a los occidentales la antigüedad científica y filosófica, y en general puede decirse que sus traducciones precedieron a las versiones greco-latinas y que, a su vez, la iniciación del Occidente a las obras de Aristóteles y de sus comentadores se debe a la empresa colectiva de traducción árabe-latina, cuyo centro fue Toledo y cuyo jefe fue [el arzobispo] don Raimundo [...] Pero, con el gran rebajamiento que sufrió el poderío musulmán, decreció la influencia árabe y España volvió sus ojos al renacimiento que se operaba en Occidente bajo la dirección de la Iglesia Católica, heredera del Imperio Romano.11

  2. La demanda de profesionistas especializados que desempeñaran con eficiencia las funciones civiles y eclesiásticas, con el fin de responder a las necesidades de los nuevos centros de poder europeos.

  3. La búsqueda de conocimientos para satisfacer las profundas necesidades espirituales de los hombres de la época, de lo cual fue paradigma el magisterio de Pedro Abelardo en el Monte de Santa Genoveva en París, al que acudían cientos de estudiantes a escuchar sus opiniones filosóficas sobre el inmemorial problema de los universales.

Otro factor determinante en la aparición de las universidades fue el resurgimiento de la jurisprudencia romana, disciplina con la cual habrán de estar asociadas íntimamente.

Antes del siglo xii no existía un orden jurídico unificado, sino que el derecho era local, tribal y consuetudinario de las comunidades, al haberse perdido la acción imperial organizadora y sustentadora del Derecho Romano. Pero al emerger nuevamente las autoridades centrales –la Iglesia, el imperio y los reinos–, cuyo control abarcó todas las comunidades, volvieron a surgir los juristas profesionales como gremio, los cuales necesariamente requerían de una preparación sistematizada. Surgieron entonces en Europa las primeras escuelas de Derecho, precisamente en las universidades.

Este surgimiento aconteció en el contexto del gran conflicto entre el papa Gregorio VII y el emperador Enrique IV de Sajonia, el cual originó la Querella de las Investiduras de 1075 a 1125. El papa había proclamado la supremacía pontificia sobre la Iglesia occidental y la independencia del clero de la jurisdicción imperial, a lo que por supuesto se opuso el emperador.

La controversia pasó de los campos militares a las argumentaciones jurídicas, e iniciándose el estudio del Derecho como una disciplina independiente de la Teología. Pero se planteó la gran cuestión: ¿era posible estudiar el Derecho como disciplina independiente de la Iglesia, si en el derecho positivo las instituciones jurídicas eclesiásticas se tomaban como seculares, ya que eran de naturaleza localista y consuetudinaria?

La cuestión se resolvió con la negativa a enseñar el derecho vigente, entonces se enseñaría el Derecho Romano, precisamente en la compilación ordenada por el emperador Justiniano en el 533, conocida como el Corpus Iuris Civilis. Fue así como surgieron las escuelas de Jurisprudencia en Lombardía, Ravena y Bolonia, siendo esta última la más célebre.

A finales del siglo xi nació en Bolonia la Escuela de Jurisprudencia a iniciativa del maestro en Artes Liberales y monje Irnerio, quien hizo tres propuestas:

  1. Dar al estudio del derecho un carácter autónomo.
  2. Estudiar el Corpus Iuris en los textos originales y no en las exégesis posteriores.
  3. Establecer el significado verdadero de la compilación justinianea y llevar a la práctica un ordenado y completo Corpus Iuris.

La triple tarea fue realizada por la escuela boloñesa de los glosadores, al irse adaptando el Corpus Iuris a la práctica forense de los tribunales.

Entonces los estudiantes comenzaron a contratar a maestros de Derecho Romano, entre los cuales destacó en forma eminente el monje Irnerio. Ya para 1150 había en Bolonia entre diez mil y trece mil estudiantes de Jurisprudencia.12

Sobre el origen de la escuela boloñesa de Derecho, una tradición sostiene que la duquesa Matilde de Toscana invitó a Irnerio a enseñar Jurisprudencia en Bolonia. Algunos sostienen que el emperador Lotario promulgó en 1137 una ley sobre la interpretación pública del Derecho, antes de la cual Irnerio sólo exponía en forma privata auctoritate.

Las cátedras entonces eran totalmente independientes de la Iglesia, pero ante la presión pontificia –que incluyó la excomunión a Irnerio–, en 1219 el papa Honorio III decretó que todos los maestros deberían obtener para enseñar la licencia del archidiácono del lugar. Para 1365 se agregó la cátedra de Teología, ante lo cual la impartición de la Jurisprudencia en Bolonia adquirió un triple carácter en la disputa Iglesia-Estado, a saber: de aplicación e interpretación del derecho, de teoría del estado y de filosofía política, lo cual se debatió intensamente en los incipientes recintos universitarios.


Referencias
  1. Tamayo y Salmorán, op. cit., p. 18. ↩︎

  2. Ibid., p. 11. ↩︎

  3. “Hechos de los Apóstoles” (Lucas 17, 28). La nueva Biblia latinoamericana, España, Ediciones Paulinas, Verbo Divino, 1972, p. 249. ↩︎

  4. Werner Jaeger, Cristianismo primitivo y paideia griega, México, fce, 1985, Breviario 182, p. 22. ↩︎

  5. Ibid., pp. 24- 25. ↩︎

  6. Francisco Larroyo, Historia general de la Pedagogía, México, Porrúa, 1973, p. 200. ↩︎

  7. Antonio Gómez Robledo, Sócrates y el socratismo, México, fce, 1988, p. 181. ↩︎

  8. Jaeger, op. cit., p. 140. ↩︎

  9. Tamayo y Salmorán, op. cit., p. 16. ↩︎

  10. Ibid., p. 24. ↩︎

  11. Alberto Jiménez, Historia de la universidad española, España, Alianza Editorial, 1971, p. 35 ↩︎

  12. Tamayo y Salmorán, op. cit., p. 36. ↩︎