Biografías por órden alfabético

Vargas González, Ramón


Nació en Ahualulco de Mercado, Jalisco, el 22 de enero de 1905. Fueron sus padres los señores Elvira González Arias y el doctor Antonio Vargas Ulloa, y fue bautizado con los nombres Ramón y Vicente, aunque sólo usó el primero de ellos.

Cuando sólo tenía cinco años de edad se trasladó con su familia a Guadalajara, y se matriculó en la Escuela Preparatoria de Jalisco, donde cursó su secundaria y el bachillerato.

Sus familiares y amigos lo conocían como el Colorado por el color rojizo de su cabello, era alto de estatura, deportista y de carácter muy alegre y entusiasta, lo cual le redituaba un gran número de amigos.

En 1923 ingresó a la Escuela de Medicina la cual se transformó en Facultad el 12 de octubre de 1925 al reinstaurarse la Universidad de Guadalajara, entonces Ramón fue uno de los primeros estudiantes de dicha institución en su nueva etapa.

Como estudiante se distinguió “por su buen trato, su compañerismo y su espíritu de servicio. Cuando estuvo capacitado por sus estudios, atendió con solicitud a los enfermos pobres, sin cobrar por sus servicios […]”.1

Al mismo tiempo que cursaba sus estudios universitarios participó muy activamente en la acjm, en la cual recibió la influencia del maestro Anacleto González Flores. Como estudiante universitario nunca se avergonzó de sus creencias, a pesar de la hostilidad que se manifestaba por entonces para los católicos en las escuelas de gobierno.

A finales de marzo de 1927 llegó a su casa en la calle de Mezquitán número 405 Anacleto González Flores, quien huía del acoso permanente de la policía secreta.

Al Maistro Cleto le encantaba platicar con Ramón, por su mentalidad sana y llena de ideales. Su hermana María Luisa Vargas González rescató el siguiente diálogo entre ambos:

—Maistro, buenos días, saluda Ramón a Anacleto.
—¿De dónde vienes tan de mañana Colorado? […]
—¡Ay! Vengo de curar al hijo de una mujer pobre.
—¿Qué tiene?
—Se le atravesó una inyección en la sentadera y está muy malo, tal vez pierda la pierna (sin hacerle ninguna curación sanó a los tres días de muerto Ramón, se llama Antonio Quintero y todavía vive).
—¿Cuánto le cobras cada vez que vas?
—Hombre Maistro, pues ni un centavo. ¡Pobre vieja! (la madre del niño), está muy necesitada; no, no, yo voy con mucho gusto y además me sirve de práctica.
—Pues ¿en qué año vas de medicina?
—En cuarto, ya voy entrar a 5° año.
—Oye Colorado, vente con nosotros al cerro a curar a nuestros heridos, mira te la doy de capitán [cristero], nos ayudarías muchísimo, servirías a Dios y a la Patria.
—No Maistro, contesta el Colorado, a mí no me gusta eso, yo soy hombre de paz, no, yo no le entiendo a nada de esto, además yo tengo mucha ilusión en mi carrera; mire para demostrarle que lo estimo a usted, si nos caen o algo pasa, yo le vendo la cabeza, las piernas, los brazos, le doy un bastón y así lo saco entre ellos lo pongo a salvo… y luego me escapo a ver cómo, pero pelear no, eso sí que no.

Una mirada penetrante, de franco reconocimiento es la contestación del Maestro y El Colorado sonriendo y tarareando se mete a su cuarto a estudiar.

Pero el pacifismo del Colorado no le fue tomado en cuenta por las fuerzas gobiernistas, y el 31 de marzo de 1927, en una conversación con un amigo en el Hospital Civil, le expresó un fuerte presentimiento:

—¿Qué te pasa Colorado? ¿Porqué no jugaste ahora el partido de basketball con tanto entusiasmo como otras veces?
—No sé —contestó Ramón al Pericles (Rodolfo Pérez) compañero de estudios y de su equipo.
—Realmente no se qué tengo, no quisiera ir a dormir a mi casa.
—Pues no vayas, quédate a dormir en el Hospital.
—Oye muy buena idea, ya es tarde, tengo miedo ir a mi casa.
—Miedo ¿a qué?
—Pues no más –agregó Ramón–, no podía decir nada, y sonrió.
—Eso pensaba hacer, pero mi mamá y mis hermanos están con pendiente si no voy —contestó Ramón-.
—Bueno, como quieras.
—Sí, adiós, adiós.2

Ramón llegó a su casa hacia media noche, y se fue a dormir. Amaneció el 1° de abril y a las 5 de la mañana su casa fue tomada por la policía secreta, para detener a Anacleto González Flores. Entonces Ramón se enfrentó a los policías, para que no entraran al cuarto de sus hermanas que se estaban vistiendo.

Luego al ser golpeado Anacleto por un policía de la secreta, en esto se acerca Ramón y le dice al golpeador:

—Lo que es al Maestro no le pega, lo que tenga que ver con él avéngaselas conmigo.
—También para usted tengo, dijo el sujeto volviéndose hacia Ramón para golpearlo igualmente en el hombro; un tst de indiferencia acompañado con una subida de hombros y con una mirada de profundo desprecio fue la respuesta que El Colorado lanzó al odioso secreta y luego cogiéndome a mí de la mano se alejó de allí […]3

En la confusión, y dado que Ramón físicamente era muy distinto a los demás miembros de su familia, salió a la calle sin ningún problema, pero luego retrocedió al ver como se llevaban a su madre y a sus hermanas:

“Yo me dije: Mi madre y mis hermanas quedan presas y yo me voy”. Entonces regresa al coche donde ya estábamos todas nosotras y se acerca. Lupe le dice: —Ramón, tráele un sweater a la Nena [María Luisa], mira cómo está temblando […]; un secreta que estaba custodiando dizque la puerta de entrada y había presenciado todo, sin duda cae en la cuenta de lo ocurrido; convencido de su ineficacia y colérico consigo mismo, recala con El Colorado, a quien luego que hubo transpuesto el zaguán, le da un tremendo empujón haciéndole que pegue contra el filo de una pared para abrirle el labio superior que sangra, vuelve Ramón con el sweater, me lo entrega en mi mano y todavía advertimos el hilillo de sangre que despreocupadamente ha cruzado ambos labios, casi llega a la barbilla…4

Con sus hermanos Jorge y Florentino fue encerrado en un calabozo del Cuartel Colorado, donde –María Luisa transcribió el testimonio de su hermano sobreviviente Florentino–:

—Jorge se adelanta y sacando los brazos por las rejas simulando un fusil, le grita a Luis Padilla: Luis, Luis, nos van a pum… pum…
Ramón interviene:
—No, para qué lo estás mortificando, déjalo, no le digas nada.
—Tienes razón, contesta Jorge, además es viernes primero, no nos hemos confesado, y si nos matan…
—No temas, agrega Ramón, si morimos, nuestra sangre lavará nuestras culpas…
—De veras. (Entonces Ramón volteó hacia una ventana que ve a jardín, trepó como pudo, y una vez ahí dijo:)
—Lo que es a mí, de hambre no me matan, lo harán con fusiles… (Y encargó qué comer, le trajeron pan con queso).
—Si terció mi Nina, todavía estaba el virote dentro de la bolsa del saco, cuando lo trajeron.
[Continúa Florentino]:
—Así permanecimos platicando y bromeando un buen rato, cuando se acercó un soldado y yo le pregunté: -Oye, ¿nos matarán?
—No, ¡qué va! —Contestó el interpelado–, ustedes están demasiados jóvenes, no harán eso.
Pero a los pocos minutos llega otro soldado y dice:
—Levántese de entre éstos el más chico, Ramón (el de menos edad) se pone de pie y contesta:
—Este es el más joven. Levántate tú, Narciso (así le llamaba a veces de cariño) [a Florentino], me empuja y yo permanezco parado; entonces el soldado coge a mis hermanos y los saca fuera del calabozo, yo quedo solo; me asomo al cuarto de enfrente y veo que también se llevan a Anacleto y a Luis [Padilla…]”5

Nuevamente la valentía del Colorado se manifestó, con el derecho a ser perdonado por ser el menor de los tres hermanos ocupó el lugar de su hermano Florentino, además de confortar con gran entereza a su hermano mayor Jorge.

No está demostrado que los hayan torturado antes de su ejecución, algunos historiadores sostienen que Anacleto al ver que maltrataban a los hermanos Vargas González, les gritó a los esbirros: “¡No maltraten a esos muchachos! ¡Si quieren sangre aquí está la mía!”.6

El Colorado, tras hacer profesión de fe y arrepentirse de sus faltas, hizo con los dedos el signo de la cruz, y una ráfaga de balas le privó de la vida.

Los cadáveres fueron arrojados en el patio de la Inspección de Policía, luego fueron llevados a la casa familiar, narra María Luisa Vargas:

Carolina González Núñez limpió los cadáveres, pero no los examinó en lo absoluto, mi mamá no había querido […] Ramón tenía el pecho levantado y la mano derecha doblada haciendo la señal de la cruz. […] Luego llegó Florentino y preguntó]:
—Y El Colorado ¿dónde está? Mi mamá lo toma de la mano y lo lleva hasta la sala en donde están sus hermanos, y él afligido y lloroso se abraza a la caja de Ramón diciendo entre sollozos que no puede contener:
—¡Ay, Colorado, mejor hubiera muerto yo que tú! No voy a poder llevar la vida sin ti.7

Sus compañeros de la Facultad de Medicina se hicieron presentes de inmediato en su casa para velarlo, y al día siguiente se unieron a la multitud que lo acompañó junto con su hermano Jorge, para sepultarlo en el cementerio de Mezquitán.

El 22 de mayo de 1949 sus restos fueron exhumados para ser trasladados a Ahualulco de Mercado, donde descansan en el Templo de la Parroquia de San Francisco de Asís, y para la ocasión el canónigo Maximino Pozos compuso el poema “La victoria de Cristo”.

El 15 de octubre de 1994 se abrió el proceso diocesano de beatificación, el cual culminó el 22 de junio de 2004 cuando el papa Juan Pablo II en ciudad del Vaticano reconoció la heroicidad de su martirio, junto con su hermano Jorge y otros once compañeros.

El 20 de noviembre de 2005 en solemne ceremonia celebrada en el Estadio Jalisco de Guadalajara fue beatificado, y se fijó esa misma fecha como su memoria litúrgica.

Juicios y testimonios

Vicente María Camacho: “Jorge y Ramón Vargas González […] Dos jóvenes católicos de abolengo; alegres como las conciencias tranquilas; llenos de ilusiones. Habían pasado apenas de los veinte años y tenían alma y cuerpo sanos, hijos cariñosos, amigos leales […] ¿Cuál fue el crimen de estos jóvenes? Prestar albergue al perseguido; abrir su hogar al que no podía pasar los umbrales del propio, porque lo esperaban [a Anacleto González Flores] puñales asesinos. Ese fue el crimen; ahora es criminal quien ejerce las obras de misericordia”.


Antonio Gómez Robledo: “Ejemplo de salud y arrojo en el estudiantado. […]”


Maximino Pozos:
¡Y escanciaron, intrépidos, las hieles
de la divina Copa, y se embriagaron
en la eterna Victoria, alcanzaron
los sangrientos laureles!...

¡Oh, no; no son despojos
de dos [Ramón y Jorge] héroes caídos!
Contemplemos, de orgullo conmovidos,
De una Bandera los jirones rojos.

Oh jóvenes atletas que habéis visto
A vuestros Héroes sucumbir con gloria,
[…]


Referencias
  1. Juan Gutiérrez Valencia, “Ramón Vargas González”, Hacia los altares, Guadalajara, Comisión Diocesana de las Causas de Canonización, núm. 2, julio de 2004, p. 19. ↩︎

  2. Ibid., p. 22. ↩︎

  3. Ibid., pp. 26-27. ↩︎

  4. Ibid., p. 30. ↩︎

  5. Ibid., pp. 44-45. ↩︎

  6. Alfredo Sáenz, Anacleto González Flores, Guadalajara, apc, 2001, p. 82. Coincide con Sáenz la autora María Teresa Márquez, en Anacleto González Flores. Un espíritu encendido, Guadalajara, apc, 1998, p. 30. ↩︎

  7. Vargas González, op. cit., p. 41. ↩︎